"Si se admitiera que el universo es obra de un Creador, habría que preguntarle inmediatamente al Creador por qué tuvo la ocurrencia de hacer algo tan mal hecho. Los gnósticos ya se habían dado cuenta de esto y manifestaban fundadamente que el mundo no lo creé Dios, sino el diablo, en un momento en que Dios estaba descuidado…”
domingo, 25 de octubre de 2015
Marco Aurelio Denegri / El Principio de Peter
"Todas las personas tienen un punto límite en su capacidad de seguir progresando y adquiriendo mayor responsabilidad. si sobrepasan ese punto límite, entonces entran inmediatamente en su nivel de incompetencia…”
Marco Aurelio Denegri, El Principio de Peter
(El Comercio, 21 de octubre de 2013)
Marco Aurelio Denegri / Rumor y Creencia
"Bergson decía que la inteligencia tiene un poder corrosivo y socavante. a ello se debe que el Orden Establecido haya desconfiado siempre del talento y la inteligencia y por supuesto de las ideas. Las ideas incomodan, pero no las creencias…”
Marco Aurelio Denegri, Rumor y Creencia
(El Comercio, 30 de Setiembre de 2013)
sábado, 24 de octubre de 2015
La Casa de Cartón / Martín Adán
"Escribió J. C. Mariategui la siguiente nota: "Estas páginas pertenecen a un libro de Martín Adán, —prosador y poeta peruano—, que se titula también La Casa de Cartón. Martín Adán es un debutante que desde su ingreso en nuestra asamblea literaria se sienta con desenfado entre los primeros. No tenemos ningún empeño en revelarlo, porque es de los que revelan solos. Su presentación no necesita padrinos. Aunque acaba de llegar, Martín Adán tiene ya el aire desenvuelto de un antiguo camarada. No diremos siquiera a que generación pertenece, para que nadie afirme que le abrimos un crédito excesivo e imprudente a la "nueva generación".
De la publicación de este libro soy un poco responsable; pero como todas mis responsabilidades acepto y asumo ésta sin reservas. Amanecida en una carpeta de escolar, esta novela se asomó por primera vez al público desde las ventanas de Amauta, tres anchos trapecios inkaicos como los de Tamputocco, de donde están mensurando el porvenir los que mañana partirán a su conquista. Martín Adán no es propiamente vanguardista, no es revolucionario, no es indigenista. Es un personaje inventado por él mismo, de cuyo nacimiento he dado fe. pero de cuya existencia no tenemos todavía más pruebas que sus escritos. El autor de Ramón es posterior a su caricatura, contra toda ley biológica y contra toda ley lógica de causa y efecto. Las cuartillas de la novela estaban escritas mucho antes de que la necesidad de darles un autor produjese esa conciliación entre el Génesis y Darwin que su nombre intenta (Constituían una literatura adolescente y clandestina, paradójicamente albergado en el regazo idílico de la Acción Social de la Juventud). Más aún, por humorismo Martín Adán se dice reaccionario, clerical y civilista. Pero su herejía evidente, su escepticismo contumaz, lo contradicen. El reaccionario es siempre apasionado. El escepticismo es ahora demoburgués, como fue aristocrático cuando la burguesía era creyente y la aristocracia enciclopedista y volteriana. Si el civilismo no es ya capaz sino de herejía, quiere decir que no es capaz de reacción. Y yo creo que la herejía de Martín Adán tiene este alcance; y por esto, me he apresurado a registrarla como un signo, Martín Adán no se preocupa, sin duda, de los factores políticos que, sin que lo sepa, deciden su literatura.
He aquí, sin embargo, una novela que no habría sido posible antes del experimento billinghurista, de la insurrección "colónida" de la decadencia del civilismo, de la revolución del 4 de julio y de las obras de la Foundatión. No me refiero a la técnica, al estilo, sino al asunto, al contenido. Un joven de gran familia, mesurado, inteligente, cartesiano, razonable como Martín Adán, no se habría expresado jamás irrespetuosamente de tantas cosas antiguamente respetables; no habría denunciado en términos tan vivaces y plásticos a la tía de Ramón, veraneante y barranquina, ni la habría sacado al público en una bata de motitas, acezante, estival e íntima con su gato y su negrita; no habría dejado de pedirle un prólogo a don José de la Riva Agüero o al doctor Luis Varela y Orbegoso ni habría dejado de mostrarse un poco doctoral y universitario en una tesis, llena de citas, sobre don Felipe Pardo o don Clemente Althaus, o cualquier otro don Felipe o don Clemente de nuestras letras. Sus propios padres no habrían cometido la temeraria imprudencia de matricularlo en un colegio alemán de donde tenía que sacar, junto con unas calcomanías de Herr Oswaldo Teller, cierta escrupulosa consideración por Darwin, la ciencia ochocentista y sus teorías recónditamente liberales, protestantes y progresistas. Crecido años atrás, Martín Adán se habría educado en el Colegio de la Recoleta o los Jesuitas, con distintas consecuencias. Su matrícula fiel en las clases de un liceo alemán, corresponde a una época de crecimiento capitalista, de demagogia anticolonial, de derrumbamiento neogodo, de enseñanza de las lenguas sajonas y de multiplicación de las academias de comercio. Epoca vagamente preparada por el discurso del doctor Villarán contra las profesiones liberales, por el discurso del doctor Víctor Maúrtua sobre el progreso material y el factor económico y por las conferencias de Oscar Víctor Salomón, en Hyde Park, sobre el Perú y el capital extranjero; pero concreta, social, material y políticamente representada por el leguiísmo, las urbanizaciones, el asfalto, los nuevos ricos, el Country Club, etc.
La literatura de Martín Adán es vanguardista porque no podía dejar de serlo; pero Martín Adán mismo no lo es aún del todo. El buen viejo Anatole France, inveterado corruptor de menores, malogró su inocencia con esos libros de prosa melódica en que todo, hasta el cinismo y la obscenidad, tiene tanta compostura, erudición y clasicismo. Y Anatole France no es sino un demoburgués de París deliberadamente desencantado, profesionalmente escéptico, pero lleno de un supersticioso respeto al pasado de una ilimitada esperanza en el porvenir; un pequeño burgués del Sena, que desde su juventud produjo la impresión de ser excesiva y habitualmente viejo —viejo por comodidad y espíritu sedentario—. Martín Adán está todavía en la estación anatoliana, aunque ya empiece a renegar estos libros que lo iniciaron en la herejía y la escepsis. En su estilo, ordenado y elegante sin arrugas ni desgarramientos, se reconoce un gusto absolutamente clásico. En algunas de las páginas de La Casa de Cartón hay a ratos hasta cierta morosidad azoriniana. Y ni en las páginas más recientes se encuentra alucinación ni pathos suprarrealista. Martín Adán es de la estirpe de Cocteau y Radiguet más que de la estirpe de Morand y Giraudoux. En la literatura le ocurre lo que en el colegio no puede evitar las notas de aprovechamiento Su desorden está previamente ordenado. Todos sus cuadros, todas sus estampas, son veraces, verosímiles, verdaderas.
En La Casa de Cartón hay un esquema de biografía del Barranco o, mejor, de sus veranos. Si la biografía resulta humorística, la culpa no es de Martín Adán sino del Barranco. Martín Adán no ha inventado a la tía de Ramón ni su bata ni su negrita; todo lo que él describe existe. Tiene las condiciones esenciales del clásico. Su obra es clásica, racional, equilibrada, aunque no lo parezca. Se le siente clásico, hasta en la medida en que es anti-romántico. En la forma acusa a veces el ascendiente de Eguren; mas no en el espíritu. En Martín Adán es un poco egureniano el imaginero, pero sólo el imaginero. Anti-romántico —hasta el momento en que escribimos estas líneas, como dicen los periodistas— Martín Adán se presenta siempre reacio a la aventura. "No te raptaré por nada del mundo. Te necesito para ir a tu lado deseando raptarte. ¡Ay del que realiza su deseo!". Pesimismo cristiano, pragmatismo católico que poéticamente se sublima y conforta con palabras del Eclesiastés. Mi amor a Ya aventura es probablemente lo que me separa de Martín Adán. El deseo del hombre aventurero está siempre insatisfecho. Cada vez que se realiza, renace más grande y ambicioso. Y cuando se camina de noche al lado de una mujer bella hay que estar siempre dispuesto al rapto. Algunos lectores encontrarán en este libro un desmentido de mis palabras. Pensarán que la publicación de La Casa de Cartón a los diecinueve años, es una aventura. Puede parecerlo, pero no lo es.
Me consta que Martín Adán ha tomado todas sus precauciones. Pública un libro cuyo éxito está totalmente asegurado. Y sin embargo, lo publica en una edición de tiraje limitado, antes de afrontar en una edición mayor al público y la crítica. Escritor y artista de raza, su aparición tiene el consenso de la unanimidad más uno. Es tan ecléctico y herético, que a todos nos reconcilia en una síntesis teosóficamente cósmica y monista. Yo no podía saludar su llegada sino a mi manera: encontrando en su literatura una corroboración de mis tesis de agitador intelectual. Por esto, aunque no quería escribir sino unas cuantas líneas, me ha salido un acápite largo como los editoriales del doctor Clemente Palma. Si a Martín Adán se le ocurre atribuirlo al pobre Ramón, como sus "poemas Underwood", habrá logrado una reconciliación más difícil que la del Génesis y Darwin.
He aquí, sin embargo, una novela que no habría sido posible antes del experimento billinghurista, de la insurrección "colónida" de la decadencia del civilismo, de la revolución del 4 de julio y de las obras de la Foundatión. No me refiero a la técnica, al estilo, sino al asunto, al contenido. Un joven de gran familia, mesurado, inteligente, cartesiano, razonable como Martín Adán, no se habría expresado jamás irrespetuosamente de tantas cosas antiguamente respetables; no habría denunciado en términos tan vivaces y plásticos a la tía de Ramón, veraneante y barranquina, ni la habría sacado al público en una bata de motitas, acezante, estival e íntima con su gato y su negrita; no habría dejado de pedirle un prólogo a don José de la Riva Agüero o al doctor Luis Varela y Orbegoso ni habría dejado de mostrarse un poco doctoral y universitario en una tesis, llena de citas, sobre don Felipe Pardo o don Clemente Althaus, o cualquier otro don Felipe o don Clemente de nuestras letras. Sus propios padres no habrían cometido la temeraria imprudencia de matricularlo en un colegio alemán de donde tenía que sacar, junto con unas calcomanías de Herr Oswaldo Teller, cierta escrupulosa consideración por Darwin, la ciencia ochocentista y sus teorías recónditamente liberales, protestantes y progresistas. Crecido años atrás, Martín Adán se habría educado en el Colegio de la Recoleta o los Jesuitas, con distintas consecuencias. Su matrícula fiel en las clases de un liceo alemán, corresponde a una época de crecimiento capitalista, de demagogia anticolonial, de derrumbamiento neogodo, de enseñanza de las lenguas sajonas y de multiplicación de las academias de comercio. Epoca vagamente preparada por el discurso del doctor Villarán contra las profesiones liberales, por el discurso del doctor Víctor Maúrtua sobre el progreso material y el factor económico y por las conferencias de Oscar Víctor Salomón, en Hyde Park, sobre el Perú y el capital extranjero; pero concreta, social, material y políticamente representada por el leguiísmo, las urbanizaciones, el asfalto, los nuevos ricos, el Country Club, etc.
La literatura de Martín Adán es vanguardista porque no podía dejar de serlo; pero Martín Adán mismo no lo es aún del todo. El buen viejo Anatole France, inveterado corruptor de menores, malogró su inocencia con esos libros de prosa melódica en que todo, hasta el cinismo y la obscenidad, tiene tanta compostura, erudición y clasicismo. Y Anatole France no es sino un demoburgués de París deliberadamente desencantado, profesionalmente escéptico, pero lleno de un supersticioso respeto al pasado de una ilimitada esperanza en el porvenir; un pequeño burgués del Sena, que desde su juventud produjo la impresión de ser excesiva y habitualmente viejo —viejo por comodidad y espíritu sedentario—. Martín Adán está todavía en la estación anatoliana, aunque ya empiece a renegar estos libros que lo iniciaron en la herejía y la escepsis. En su estilo, ordenado y elegante sin arrugas ni desgarramientos, se reconoce un gusto absolutamente clásico. En algunas de las páginas de La Casa de Cartón hay a ratos hasta cierta morosidad azoriniana. Y ni en las páginas más recientes se encuentra alucinación ni pathos suprarrealista. Martín Adán es de la estirpe de Cocteau y Radiguet más que de la estirpe de Morand y Giraudoux. En la literatura le ocurre lo que en el colegio no puede evitar las notas de aprovechamiento Su desorden está previamente ordenado. Todos sus cuadros, todas sus estampas, son veraces, verosímiles, verdaderas.
En La Casa de Cartón hay un esquema de biografía del Barranco o, mejor, de sus veranos. Si la biografía resulta humorística, la culpa no es de Martín Adán sino del Barranco. Martín Adán no ha inventado a la tía de Ramón ni su bata ni su negrita; todo lo que él describe existe. Tiene las condiciones esenciales del clásico. Su obra es clásica, racional, equilibrada, aunque no lo parezca. Se le siente clásico, hasta en la medida en que es anti-romántico. En la forma acusa a veces el ascendiente de Eguren; mas no en el espíritu. En Martín Adán es un poco egureniano el imaginero, pero sólo el imaginero. Anti-romántico —hasta el momento en que escribimos estas líneas, como dicen los periodistas— Martín Adán se presenta siempre reacio a la aventura. "No te raptaré por nada del mundo. Te necesito para ir a tu lado deseando raptarte. ¡Ay del que realiza su deseo!". Pesimismo cristiano, pragmatismo católico que poéticamente se sublima y conforta con palabras del Eclesiastés. Mi amor a Ya aventura es probablemente lo que me separa de Martín Adán. El deseo del hombre aventurero está siempre insatisfecho. Cada vez que se realiza, renace más grande y ambicioso. Y cuando se camina de noche al lado de una mujer bella hay que estar siempre dispuesto al rapto. Algunos lectores encontrarán en este libro un desmentido de mis palabras. Pensarán que la publicación de La Casa de Cartón a los diecinueve años, es una aventura. Puede parecerlo, pero no lo es.
Me consta que Martín Adán ha tomado todas sus precauciones. Pública un libro cuyo éxito está totalmente asegurado. Y sin embargo, lo publica en una edición de tiraje limitado, antes de afrontar en una edición mayor al público y la crítica. Escritor y artista de raza, su aparición tiene el consenso de la unanimidad más uno. Es tan ecléctico y herético, que a todos nos reconcilia en una síntesis teosóficamente cósmica y monista. Yo no podía saludar su llegada sino a mi manera: encontrando en su literatura una corroboración de mis tesis de agitador intelectual. Por esto, aunque no quería escribir sino unas cuantas líneas, me ha salido un acápite largo como los editoriales del doctor Clemente Palma. Si a Martín Adán se le ocurre atribuirlo al pobre Ramón, como sus "poemas Underwood", habrá logrado una reconciliación más difícil que la del Génesis y Darwin.
POR MARTÍN ADÁN*
* Colofón a la novela de Martín Adán, Impresiones y Encuadernaciones "Perú", Lima, 1928. Publicado también en Amauta, Nº 25, mayo-junio de 1928, en la sección "Libros y Revistas", pág. 41. Con motivo de la publicación de un fragmento de este libro en Amauta (Nº 10, diciembre de 1927), escribió J.C.M. la siguiente nota: "Estas páginas pertenecen a un libro de Martín Adán, —prosador y poeta peruano—, que se titula también La Casa de Cartón. Martín Adán es un debutante que desde su ingreso en nuestra asamblea literaria se sienta con desenfado entre los primeros. No tenemos ningún empeño en revelarlo, porque es de los que revelan solos. Su presentación no necesita padrinos. Aunque acaba de llegar, Martín Adán tiene ya el aire desenvuelto de un antiguo camarada. No diremos siquiera a que generación pertenece, para que nadie afirme que le abrimos un crédito excesivo e imprudente a la "nueva generación".
Su ficha bibliográfica está todavía en blanco. Pero La Casa de Cartón es un documento autobiográfico: memorias novelescas de la adolescencia estudiosa y aplicada, aunque un poco impertinente, de un colegial que, a pesar suyo, ganó siempre en sus exámenes las más altas notas. Si todo debut es un examen, Martín Adán tiene asegurado otro 20. Su nombre, según él, reconcilia el Génesis con la teoría darwiniana. Le hemos obyetado, privadamente, que Martín se llaman los [nonos sólo en Lima y el Barranco y que Adán es un patronímico inverosímil. Más si Martín Adán se llama así realmente, no cabe duda que se trata de un humorista y hereje de nacimiento. Lo sacamos al público en flagrante herejía. La primera consecuencia de este debut será, acaso, una expulsión de la A.S.J. Lo deploraríamos mucho porque Martín Adán, además de ser una persona muy bien educada, como los demócratas equívocos de Don Nicolás de Piérola, cuando "no se sienten tales, se marchan solos"
Su ficha bibliográfica está todavía en blanco. Pero La Casa de Cartón es un documento autobiográfico: memorias novelescas de la adolescencia estudiosa y aplicada, aunque un poco impertinente, de un colegial que, a pesar suyo, ganó siempre en sus exámenes las más altas notas. Si todo debut es un examen, Martín Adán tiene asegurado otro 20. Su nombre, según él, reconcilia el Génesis con la teoría darwiniana. Le hemos obyetado, privadamente, que Martín se llaman los [nonos sólo en Lima y el Barranco y que Adán es un patronímico inverosímil. Más si Martín Adán se llama así realmente, no cabe duda que se trata de un humorista y hereje de nacimiento. Lo sacamos al público en flagrante herejía. La primera consecuencia de este debut será, acaso, una expulsión de la A.S.J. Lo deploraríamos mucho porque Martín Adán, además de ser una persona muy bien educada, como los demócratas equívocos de Don Nicolás de Piérola, cuando "no se sienten tales, se marchan solos"
La Casa de Cartón
Martín Adán
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Las Mentiras Convencionales de la Civilización / Max Nordau
"La religión fue una de las «mentiras» reiteradamente cuestionadas por la pluma de Max Nordau, cuyo padre había sido el rabino Gabriel Suedfeld. Cuando éste falleció, el escritor tenía 23 años y debió asumir la jefatura de su familia. Se graduó de médico y se trasladó de Hungría a París con su anciana madre y única hermana. Al poco tiempo fue corresponsal de un diario húngaro en gira por varias ciudades, y terminó absorbido enteramente por las letras y el periodismo"
En 1795 el plan de «paz perpetua» de Kant auguraba que el siglo XIX clausuraría la prehistoria bélica de la humanidad. El fin de las guerras napoleónicas alimentó esa esperanza, a la que siguió una gran desilusión. Irrumpía una conciencia colectiva de desánimo, una neurosis grupal que el crítico Charles Sainte-Beuve denominó «el mal del siglo» al aplicarla a la obra de los románticos tempranos. Los grandes sueños chocaban contra limitadas realizaciones.
La depresión general motivó La confesión de un hijo del siglo de Alfred de Musset (1836), novela testimonial y autobiográfica que desgrana, en particular, la malograda relación de su autor con George Sand y, en general, la desazón europea a partir del Congreso de Viena. Emergía una filosofía del desencanto, tanto en lo político como en lo artístico.
Esta bifurcación operó también en el pensador Max Nordau (1849-1923) quien medio siglo después de Musset noveló la fastuosa vanidad de las clases acomodadas y la tituló El Mal del Siglo (1888).
Las obras de Nordau venían a cuestionar ésa y otras «mentiras»: la comedia El Derecho de Amar fue una réplica a Casa de Muñecas de Ibsen, y Matrimonios Morganáticos una denuncia de la «mentira» monárquica, a través de las desdichas de una princesa. Cuando Rafael Cansinos-Assens la tradujo al castellano, la llamó en el prólogo «libro de combate».
La religión fue una de las «mentiras» reiteradamente cuestionadas por la pluma de Max Nordau, cuyo padre había sido el rabino Gabriel Suedfeld. Cuando éste falleció, el escritor tenía 23 años y debió asumir la jefatura de su familia. Se graduó de médico y se trasladó de Hungría a París con su anciana madre y única hermana. Al poco tiempo fue corresponsal de un diario húngaro en gira por varias ciudades, y terminó absorbido enteramente por las letras y el periodismo.
La definición de «mentira» resulta de su obra más famosa Las mentiras convencionales de la civilización (1883), un notable éxito editorial traducido a quince idiomas, proscrito en Rusia, y prohibido y quemado públicamente en Austria.
«Las mentiras» enumeradas por Nordau son la religiosa, la aristocrática, la política, la económica, la nupcial, la de la prensa, de la justicia y de la opinión pública, y derivan de la discordancia entre nuestra concepción del mundo y las normas e instituciones que nos rigen. O, en sus palabras, «el desacuerdo entre las mentiras convencionales reinantes y la concepción científica del mundo que se rebela contra ellas».
Nordau arremete contra el nihilismo, el egoísmo, la irracionalidad y la cobardía, y concluye su libro con un mensaje optimista acerca del futuro, contrapuesto al «pesimismo, egoísmo e hipocresía característicos de la civilización de hoy».
Hasta el momento en que se sumó al movimiento sionista, poco había incursionado Nordau en cuestiones judías. La excepción fue su comedia dramática El Doctor Kohn (1896) cuyo protagonista intenta infructuosamente superar la judeofobia asimilándose al medio.
La judeofobia no podría superarse por medio de «leyes emancipadoras» que nunca alcanzaban para contrarrestar los prejuicios milenarios. Observa al respecto de la Revolución Francesa: «Los hombres de 1791 nos emanciparon por dogmatismo.»
El protagonista Kohn es precisamente un judío culto, renuente a ser «tolerado» y desengañado de la falsa igualdad ante la ley. No llega a consumar su amor por una joven debido al duelo al que lo somete el hermano de ésta, un oficial del ejército alemán que termina matándolo (el duelo es otra de las prácticas de marras estigmatizada por Nordau como «mentira convencional»).
Con todo, de entre sus obras hay otra que sobresale por la estupefacción que generó: Entartung o Degeneración (1895), un devastador análisis psicológico de la creatividad artística, que redunda en crítica acérrima contra el arte moderno.
En efecto, Cecil Roth en su clásico La contribución judía a la civilización(1944) sostiene que fue modesto el rol de los judíos en el nacimiento del arte moderno a fines del siglo XIX, lo que se pone aun más de relieve por el hecho de que fuera un judío su máximo detractor.
El arte moderno se desentendió de su previa función descriptiva de objetos e ideales. Para los movimientos que emergieron a fines del siglo XIX el artista no veobjetos. Así para el impresionismo francés el pintor ve la luz que los objetos reflejan(por ello, para captarla el pintor debe crear a la intemperie y no en estudios), y para el expresionismo alemán el arte no imita la naturaleza: la transforma, ya que la visión interna del artista distorsiona la realidad.
El citado comentario de Cecil Roth subestimó la participación de hebreos en el arte moderno. Por lo menos dos exponentes fundamentales del impresionismo fueron en efecto judíos: en Alemania Max Liebermann y en Francia Camille Pisarro, quien guió a sus amigos Cézanne y Gauguin. En el propio Van Gogh influyó ostensiblemente el judeo-holandés Josef Israels, precursor del impresionismo en cuestiones de color y luminosidad, y en el juego libre de tonalidades.
Lo que sí es cierto es que el nuevo arte fue asediado por Nordau, quien arremete en Degeneración contra el Fin-de-Siècle y su declinación. Por medio de contrastar el arte con la ciencia, produjo un libro que abordaba desde una posición cientificista a diversos innovadores: Huysmans, Lautremont, Maeterlinck, Mallarmé, Nietzsche, Ruskin, Swinburne, Verlaine, Wagner, Walt Whitman y Oscar Wilde.
Su inspirador había sido otro judío, el criminólogo Cesare Lombroso, quien en El hombre criminal (1876) había intentado demostrar la supuesta condición genética del instinto malhechor. A Lombroso dedica Nordau su embate racionalista contra los artistas modernos, a quienes consideraba víctimas de una fatiga y excitación nerviosa que llevaba a cierto desorden mental.
El libro puso de relieve los estragos del escepticismo moral, del «mal del siglo», y desenmascaró el esnobismo y la supuesta ruindad de quienes como Emile Zola y los naturalistas, veían en el mundo sólo brutalidad, infamia, fealdad y corrupción, o quienes, como Schopenhauer, irradiaban pesimismo filosófico.
Para Nordau «las novelas de Zola no prueban que las cosas de este mundo son malas, sino simplemente que el sistema nervioso de Zola está descompuesto».
Mucho se polemizó contra esta tesis. Cuando el filósofo anarquista Benjamin Tucker solicitó de George Bernard Shaw su impresión por el éxito que venía teniendo Degeneración, Shaw redactó La cordura del arte (1907) en el que discute con «el judío cosmopolita Nordau», y lo refuta hábilmente citando párrafos del propio Nordau, para concluir con ironía: «cuando Ibsen critica al mundo, es porque el mundo es demasiado bueno para él; pero cuando Nordau lo hace, es porque él es demasiado bueno para el mundo».
En retrospectiva resulta tristemente paradójico que el nazismo enarbolara la tesis del supuesto «arte degenerado» pero previsiblemente atribuyéndolo a los judíos, de quienes se incineraron sus obras.
El sionismo de Nordau
Ya en el segundo párrafo de las Mentiras opinó Nordau que la judeofobia «es sólo una máscara, un pretexto cómodo para la manifestación de despreciables pasiones». Su preocupación lo llevó a abrazar el sionismo cuando conoció al primer político judío, Teodoro Herzl. Se convirtió en su fiel mano derecha y sucesor natural como presidente de la Organización Sionista Mundial (ulteriormente declinó el honor).
En rigor, fue su entusiasmo lo que mantuvo la perseverancia sionista de Herzl cuando se mofaban de este «rey de Sión» y el burlado procuró auxilio psiquiátrico de su amigo Nordau.
Quedaron grabados en la historia sionista sus memorables discursos y su postura cabalmente política. Nordau se opuso tanto a los sionistas culturales que aspiraban a recuperar la patria por vía de un renacimiento cultural (los llamaba despectivamente «espiritistas») como así también a los sionistas prácticos, que priorizaban la colonización por sobre la negociación política. En este contexto, terminó distanciándose del segundo gran presidente del sionismo, Jaim Weizmann (el científico que llegó a ser eventualmente en el primer Presidente de Israel).
Nordau presagió el Holocausto de los judíos europeos, y blandió un programa de evacuación de 600.000 de ellos, al que Weizmann se opuso considerando que «ni los israelitas estaban preparados para la dislocación, ni Palestina para absorberlos». Cuando la dirigencia sionista rechazó su plan bajo el mote de «sionismo catastrófico», Nordau sintió que la obra liberadora de los judíos «se retrasaba en cien años», y se retiró para siempre de la lid sionista.
El Programa de Basilea (la primera plataforma del sionismo moderno) había sido redactada por Nordau para el Primer Congreso Sionista (1897) en el que acuñó el término Heimstate (hogar nacional en lugar de Estado, ya que éste podía despertar la animadversión otomana).
En el Sexto Congreso (1903) defendió en lealtad a Herzl el «proyecto Uganda» bajo el concepto de Nachtasyl («asilo nocturno») que definía el rol del territorio africano para los hebreos. Un joven anti-ugandista, Chaim Selig Luban, intentó asesinar a Nordau y, en el juicio contra el agresor, la víctima defendió al agresor ante el juez.
En el Séptimo Congreso, el primero después de la muerte de Herzl, Nordau lo reemplazó con energía.
También en 1915 redactó el Programa Judío para la Conferencia de Paz, en la que el representante árabe Faisal de Hejaz aceptó la reconstrucción sionista de Palestina.
Durante la Gran Guerra, Nordau se trasladó a España. Expulsado de Francia con su esposa Anna y su única hija Maxa, residió en una buhardilla madrileña desde la que prosiguió su obra literaria: La Biología de la Ética, La Esencia de la Civilización, Impresiones de España, y Los Grandes del Arte Español. En 1920 regresó a París donde falleció.
El Mal del Siglo referido por Nordau embarga en buena medida al mundo actual. Después de que el siglo XX albergara al auge y derrumbe de los dos grandes totalitarismos, no faltó quien augurara para el siglo XXI la demorada era de la paz, acaso inspirado por Francis Fukuyama y su «fin de la historia».
Pero en ese aspecto el siglo XXI comenzó mal, generando en los devotos del progreso humano la misma vieja frustración, la sensación de que las fuerzas retrógradas que acechan pueden retrotraernos a un primitivismo que terminará por diluir los logros sociales a los que alcanzó Occidente. La escasez o vacilación de las fuerzas vitales de Europa en defender esos logros, redunda en un pesimismo colectivo parecido al de hace dos siglos.
Gustavo D. Perednik
Las Mentiras Convencionales de la Civilización
Max Nordau
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The Rise of Merithocracy / Michael Young
"En un presente en el que vuelve con fuerza la esencia y no la elección, la herencia y no el mérito, el apellido y no la carrera, es comprensible que la meritocracia genere ilusiones. Tanto como que, en algún lugar del imaginario colectivo, se cebe la fantasía del triunfo definitivo del talento y el esfuerzo, tan propios del self-made-man a lo anglosajón o de la feina ben feta a la catalana."
Con la expansión de la crisis actual, los méritos han vuelto a tener predicamento. No es para menos, habida cuenta de esas grandes masas, la mayoría jóvenes, que viven un desencuentro estructural con el mercado de trabajo. Y no es para menos, habida cuenta de que el asunto no trata sólo del desempleo. Casi tan grave resulta su paliativo -el empleo precario- y que la gente, frente a la nada, acabe conformándose con lo poco.
Así funciona, hoy, este sistema.
En un presente en el que vuelve con fuerza la esencia y no la elección, la herencia y no el mérito, el apellido y no la carrera, es comprensible que la meritocracia genere ilusiones. Tanto como que, en algún lugar del imaginario colectivo, se cebe la fantasía del triunfo definitivo del talento y el esfuerzo, tan propios del self-made-man a lo anglosajón o de la feina ben feta a la catalana.
Ahí se esconde, sin embargo, una trampa; pues los méritos no son magnitudes neutras ni, desgraciadamente, están determinados por el sujeto que los atesora, sino por la autoridad que los concede. Y sí, tal vez sean más evidentes en la guerra o el deporte, pero en los mundos de la burocracia o los negocios conviene hurgar en las tinieblas para entender algo sobre ellos.
A fin de cuentas, ninguna sociedad -más si está en transición o crisis-, suele premiar aquello que la cuestiona.
Quizá por eso Adam Smith identificara, hace más de dos siglos, a los sujetos portadores de “estados impropios” –el libertador pobre, el llanero violento, la víctima o el gobernante manirroto que regala lo ajeno- como lastres para una meritocracia en la que debía prevalecer lo doméstico y lo estable. Así, por debajo del discurso capitalista sobre los méritos, más que la virtud se gratificaba la obediencia. Y más que residir en el arte de quebrar las normas, tal virtud se alojaba en la habilidad para usarlas.
A pesar de su exaltación de la igualdad por encima de la competencia, los países comunistas no lo hicieron mejor. De manera que su versión de la meritocracia puso el énfasis en la fidelidad –al partido, al sistema, al secretario general-, hasta el punto de convertirla en El Merito, así mayúsculo, por excelencia.
Una vez desplomado el comunismo en Europa del Este, y explayado el capitalismo de las nuevas tecnologías, la concepción del mérito sufre una mutación importante. Por una parte, tiene lugar “la era del acceso” de grandes multitudes a unas posibilidades inéditas de visibilidad y exposición de sus cualidades. Por la otra, como ha visto César Rendueles en Sociofobia, muchas veces esos méritos han sublimado el carisma antes que la formación propiamente dicha. La meritocracia de la cultura digital ha extendido la figura del iluminado solitario que, surgido de un garaje, acaba amasando millones. Así, hemos terminado encumbrando a un rey (Bill Gates), canonizando a un santo (Steve Jobs) y condenando a un demonio (Kim Dotcom).
El término meritocracia surge en 1958, con el libro The Rise of Merithocracy, de Michael Young, que siempre le dio un tratamiento crítico, por no decir peyorativo, al vocablo de marras. El neoliberalismo, en cambio, ha hecho lo posible por abrillantar la palabra y no parece casual que fuera Tony Blair –rey de la tercera vía- el encargado de redimensionarla. (Una perversión que, por cierto, enfureció al propio Young, que denostó la habilidad especulativa como máxima virtud de la nueva época).
Esa distorsión de Blair es una buena clave para entender, por ejemplo, el sello de las políticas culturales recientes, que difunden como mérito el hecho de que la gente se comporte como una industria en lugar de como una comunidad. En esa cuerda, el meritócrata de hoy insiste en convencernos de que el tiempo es dinero, sobre todo porque perder el tiempo es, sobre todo, perderlo con otras personas.
Conviene recuperar aquí los argumentos de Paul Lafargue o Bertrand Russell, quienes apostaron por la utilización del tiempo libre en su justo sentido. Es decir, no como la etapa de reposición de fuerzas para volver al trabajo, sino como el aprovechamiento de un periodo no sujeto a explotación. Es curioso que, tanto enEl derecho a la pereza, de Lafargue, como Elogio de la ociosidad, de Russell, encontremos una anticipación a las posibilidades libertarias de una época como la nuestra, en la que pueden romperse las barreras entre el día y la noche, días laborales y fines de semana, hogar y oficina, deber e imaginación. Los ecos de Russell nos ayudan asimismo a subvertir aquel viejo prejuicio de los ricos, “convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre”, de modo que es mejor que dediquen la mayor cantidad de horas al trabajo. (O a buscarlo).
La meritocracia aparece en la actualidad como esa dimensión en la que nuestro tiempo queda secuestrado por la competencia, como una tercera vía entre los derechos y la supervivencia. Y es que, por lo general, cuando hablamos de mérito, en realidad nos referimos a “oportunidad”, sobre todo en una sociedad en la que no impera la demanda sino la oferta, y que no tiene suficiente con la dosis; necesita a toda costa la sobredosis.
La meritocracia, al final, no puede crecer sin el miedo a la pobreza. Y si en otro tiempo llegó a mostrarse como un trampolín para ascender socialmente, ahora se parece más a un clavo ardiendo al que nos agarramos para no descender (aún más). En esa circunstancia, la meritocracia se comporta como la zanahoria que nos hace movernos en pos de algo inalcanzable. Un estímulo pavloviano por el que avanzamos, salivando, sin percatarnos de que el fin justifica los méritos.
Iván de la Nuez
eldiario.es
The Rise of Merithocracy
Michael Young
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