LA MUERTE DE SU AMADA ADRIANA
En mi discurso, dije entre otras cosas:
Debemos sentimos orgullosos, como
ciudadanos de un país sensible y culto, de que la Cámara de Diputados haya resuelto expresar su dolor en el sepelio de esta ilustre mujer, numen, dínamo
y albacea del más grande peruano del siglo XIX: Don Manuel González Prada. Si por definición, la voluntad popular se encarna en sus legisladores, habríamos traicionado nuestro mandato al desoír el fúnebre 'clamor que brota' de todos los ámbitos de la República, rompiendo "el pacto infame de hablar a media voz" como decía
el Maestro. Se explica que los ciegos de prejuicios y
sordos de rencores -felizmente un puñado- pasen indiferentes. Estaría muy: mal que los hombres libres permanecieran impasibles cuando,
emprende su último viaje quien fue irreemplazable compañera y animadora del
promotor de una nueva conciencia en el Perú.
Dictó doña Adriana, entre otras lecciones, la
de la' fidelidad y la pertinacia: se hizo involuntaria misionero contra el desamor de los
desarraigados, renegados y desleales, que por infortunio.'
Abundan comiendo inmerecido pan sobre la, tierra.
En un tiempo de frivolidad y olvido" fue la de doña Adriana, figura por
eso, extraña, anacrónica. Representaba tan a lo serio, la permanencia; la lealtad, que sólo quienes participan de sus sentimientos podían entenderla, y sólo ellos rendirle
homenaje hasta el final, como está ocurriendo aquí ahora.
Hace poco más de treinta años que la anciana, ante cuya tumba se inclina acongojado el pueblo del Perú, vivió quizá el más entrañable
romance de nuestra historia. La ciudad miraba, cada tarde, pasar, en amoroso abrazo, al más temido y temible de los peruanos, en interminable diálogo con una mujer de exquisita belleza, atenta sólo a quien
con su amor le daba la vida. A los que creían que Prada
era una fiera, replicaba sin lugar a objeciones el fehaciente y diario testimonio
de su ternura conyugal, perenne noviazgo a nadie oculto. Doña Adriana perfumaba
así, de romance, el áspero combate del Maestro.'
Mas, llegaron los días malos de la tremenda
soledad.' Como un trágico Ashaverus, doña Adriana iba huyendo de las ciudades, brotadas
para ella de dolor.
Doña Adriana
volvió ese día de la Virgen de las Mercedes al regazo de la tierra, al lado de Don Manuel.
Comenzaba la tarde. Entre la niebla
persistente, pugnaba por abrirse paso la terca lumbre de un tímido sol
primaveral.
Luis Alberto Sánchez
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